Desperté. Salí del sarcófago que es mi lugar para dormir dentro de la celda y que está situado debajo de uno de los seis camarotes que hay aquí. Tiene una altura de un cuerpo y medio recostado. Puesto que apenas llevo dos años en el Reclusorio Norte, todavía no tengo derecho a un camarote. Tengo que esperar hasta que se vayan libres los que actualmente los ocupan y suban los que les corresponda, es decir, los que llevan más tiempo durmiendo en el piso, y así hasta que sea mi turno: tengo que esperar a que suban a camarote otros ocho más viejos que yo y que ya están durmiendo en el piso, formándose como buenos cabrones.
Me dirigí al mercado, dispuesto a comprar una lamparita con la cual alumbrarme en la oscuridad total de la madrugada, cuando sintiera la picadura de una chinche o un laico. Iba completamente encabronado: la noche anterior no había podido dormir, pues las pinches chinches y laicos se habían encargado de despertarme y quitarme el sueño. Prendí mi encendedor, pero al querer matar a la cuarta bestia, ya no prendió más, porque se le había roto la piedra. Entonces, compré una lamparita plateada cuyo costo era de diez pesos, pero con la regateada me salió en siete.
Ahora sí voy a acabar con ellas, una por una: les he declarado la guerra. Al llegar la noche, tomé dos tazas de café para no dormir, fumé un cigarrillo. El nervio me empezó a correr por las venas. La cafeína estaba surtiendo efecto. Tendí dos cobijas que sirven de colchón, pues en ese espacio o entra un colchón o entro yo. Sobre las cobijas, un plástico donde las chinches y los laicos no se pueden esconder. Enseguida, la cobija con la que me cubro, y listo.
Sólo esperaba que apagaran las luces y la tele, para empezar el combate. Tenía ya listas la lámpara y el encendedor para quemarlas. Había hecho ya las correspondientes pruebas: la lamparita alumbraba como luna llena en carretera desierta.
Todo está preparado. Me meto a mi sarcófago, me pongo los audífonos y escucho gaba-gaba. La música hace que me aísle y no entre en plática con mis compañeros de celda, quienes se encargan cada noche de platicar sus anécdotas de malhechores y discutiendo por quien era más malo o quien se la había llevado más que otro. Entre ellos, mal clasificados, hay un asesino, un secuestrador, otros ladroncillos de menor importancia. Pero aquí todos somos de color beige y no importa quién es más malo o más grande o más rico: a la hora de los chingadazos, todos somos iguales, nadie es menor que otro.
Acaba el programa de la radio, después de media hora de tranquilidad, siento el primer piquete, enciendo la lámpara y dirijo la luz adonde sentí el chingadazo y ¡cámara! Una puta chinche, que al ver la luz trata de huir. La persigo con el haz luminoso. Al ver que no puede huir, que es inútil seguir huyendo, como cuando pasan en las noticias que un ladrón es perseguido y alumbrado desde un helicóptero, así, así sigo a esa pinche chinche roja. Trata de camuflajearse con mi cobija que también es de color rojo sangre. La quiero quemar, pero como soy inexperto en esta guerra no preparé el encendedor, y ahora, o alumbro a esta cabrona, la cual no permitirá que me distraiga, o agarro el encendedor. Opto por matarla con mi dedo índice, con el cual la aplasto con tal fuerza que me lastimo el dedo. Ja, ja, ja, muere hija de tu pinche madre, a güevo –grito–.
–¿Ora qué, cabrón? Cállate. La gente ya está dormida. ¡No mames!
Mi alegría era tanta, que no quise discutir. En otro tiempo, este suceso hubiera podido acabar en tragedia, pero no era el momento. Recién comenzaba la guerra. Había soltado la primera bomba, sabía que sólo era el inicio de mi combate contra las chinches y los laicos. Seguro había otras observando la situación. La luz había alertado hasta a las más pequeñas de todas. Después de retomar mi posición, sentí un piquete en el dedo gordo del pie derecho. Me levanto y me doy un chingadazo con el camarote, chingadazo que me hizo ver luz sin necesidad de prender la lámpara. ¡Ay, me dolía! No estaba acostumbrado a hacer este tipo de movimientos tan repentinos. Debía poner más atención en lo que hacía, debía practicar.
Revisé el terreno, ese terreno rojo sangre y, ¡órale!, ahí estaba. No estaba sola, sino acompañada por otra más grande y de color naranja con rojo: era la teniente acompañada de un cabo, la más grande detrás. Se habían venido a presentar, me querían ver de cerca. No las aplaste instantáneamente, las veía, y ellas a mí. A cinco centímetros de distancia las tenía. No se movían ni yo tampoco. Me estaban tratando de explicar algo como de llegar a un acuerdo, pero yo no supe como dialogar con ellas. La primera bomba había sido soltada y ellas respondieron con otra.
La guerra podía ser parada, pero como yo no me iba a aventar de reversa. Seguían allí. Estuvimos largo tiempo observándonos sin podernos comunicar ni llegar a un acuerdo. Ahí estaba yo con mi lámpara en la mano. Quisieron emprender la retirada. Pero, cómo, ¿se van? ¡No!, ni madres, mi encendedor, puta madre, lo había vuelto a olvidar, chingao, las aplasté. Primero a la más grande. Soltó tal cantidad de sangre, que se podía ver claramente en mi cobija color sangre. La otra, al ver esto, se quedó quieta, entró en shock, observaba el cuerpo de su superiora, permaneció petrificada como medio minuto, después volteo y se me quedó viendo con tal cara de horror y odio que del color rojo pasaba al naranja, y así sucesivamente. De pronto, comenzó a correr a gran velocidad alrededor de la chinche muerta, hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro, estaba desorientada. Para terminar con su agonía y satisfacer mi odio hacia todas ellas, la aplasté.
Recordé que muchos de mis compañeros las aplastan con el dedo y después las huelen. Dicen que huelen a madres: por qué las huelen entonces… Es como cuando se mete uno la mano dentro del pantalón y después se lleva los dedos a la nariz. Me parece algo similar, nada más que en ese caso son nuestros propios olores, pero en la chinche es sangre de Chan y Chano, así que mejor no lo hice, me dio asco.
Juan, que despide un olor a pasuco (patas-sudor-cola), porque se baña una vez por semana, duerme debajo del camarote que está enfrente de mí. Se despertó con la luz de la lámpara.
–¿Todo bien, mi pulpo?
–Todo bien. Aquí, arreglando un pedo con unas chinches, nada grave. Tú sigue durmiendo.
–Está bien mi pulmex, hasta mañana.
Este cabrón no es de peligro, y las chinches no le preocupan. Es más, esas cabronas, estoy seguro de que lo conocen muy bien y no les apetece su sangre. Por eso vienen a mi lugar, se quieren alimentar.
Pasaron diez minutos y nada. Comenzaba a extrañarlas. Me dije: ¿habrán sido todas? A lo mejor eran las únicas. Error: sentí un piquete en la espalda, otro en la pierna y uno más en la nalga izquierda. Hijas de su pinche madre, están atacando en tres partes a la vez. Ahora sí, con encendedor en la mano, me encargué primero de la que picó en la espalda. Una vez quemada, dirigí la luz a la altura de la cintura. Iba una y su camino estaba señalado por ocho ronchas. Estaba muy encabronado con ésta y quería hacerla sufrir, pero ¿cómo? Tuve que aplastarla. ¡Chale! Me dije: cómo no tengo más manos. Me dicen “pulpo”, por los tatuajes que traigo, pero no por mi habilidad con las manos. En fin, seguí a la tercera y acabé quemándola.
Me acomodé en el sarcófago. Estaba un poco agitado, pues sabía que no era todo, que vendrían más, y las aguardaba con gran ansia. Se me antojó un cigarro. Lo prendí mientras buscaba mis audífonos y no los encontraba pues, en el irigote de moverme y acomodarme, los extravíe. Prendí la lámpara y los vi ahí, aguardando a ser útiles. Puse música mientras disfrutaba el cigarro.
Estaba escuchando una rolita, y el sueño ya empezaba a rondarme. Miré el reloj y eran las 5 AM. No mames, no puede ser, no he dormido ni madres y mañana voy a la Universidad, tengo que descansar…
… a la goma la Universidad. Tengo que acabar esta guerra que inicié. Si dejo vivir a estas hijas de sus pinches madres, mañana volveré a estar como los otros días, durmiendo a medias. Pero no volvieron a atacar esa noche. Desperté a las 9:30, porque me movieron para lavar el cantón. Si no, me hubiera seguido. Realicé mis actividades de costumbre.
***
La noche siguiente, tenía todo preparado, había hecho ya las pruebas correspondientes. Únicamente tenía que esperar a que se apagarán las luces y a que llegara el primer ataque. Al meterme al sarcófago y acomodarme, les envíe unas luces como para avisarles que estaba listo, que podían empezar a la hora que quisieran. Ya no tomé café, porque no me dejaba coordinar bien mis movimientos, estaba agarrando callo. Prendí mi aparatito, busqué 105.7, logré sintonizarla después de varios intentos, acomodé el encendedor al lado de la superlámpara y, listo, esperé y esperé. No se dignaban a aparecer.
Pero de repente sentí un piquete a la altura de la axila. Rápidamente me quité la playera y la alumbré: nada. ¿Ahora qué? No hice mucho movimiento, algunos de mis vecinos seguían despiertos, y tener chinches o laicos es muy mal visto. Aquí, los portadores somos rechazados, humillados y tachados de sucios, aunque no sea mi caso, porque me baño diario y lavo mis cobijas cada mes aproximadamente.
Estaba escuchando una rola de los Rolling Stones, cuando sentí un piquete que me ardió y dije: ¡Puta!, ésta no es una chinche. Dirigí la luz hacia la zona del piquete y, después de alumbrar por todo el territorio, la vi. Ahí estaba, emprendió una veloz fuga, parecía tener mil pies, iba en chinga. Prendí el encendedor y la calciné. Desprendió un pinche olor horrible, horrible es poco. Esta cabrona no sé de quién traía sangre, pero el olor era mortal, insoportable. Me hizo recordar cuando mi padre, que fumaba y tomaba mucho, se llevaba el dedo gordo de la mano a la boca, lo ensalivaba y me limpiaba la cara; cuando él daba la vuelta, yo corría a lavarme la cara, pero el olor de su saliva permanecía en mi rostro; recién se disipaba si me ponía pasta de dientes como mascarilla. Pues así era este olor de penetrante. Por eso, decidí no volver a quemarlas; prefería mojarme el dedo con su sangre. Su futuro sería morir aplastadas.
Dormí un poco. Me despertó un gran ataque. Tenía comezón en todo el cuerpo: las rodillas, los dedos de los pies, los testículos.
Grité: “¡Qué poca madre!”. Ya bastante tengo con esta condena, y ni siquiera fui yo quien robó a ese puto que me madreó: nos aventamos un tiro en el metro Guerrero, me deja inconsciente, la gente lo agarra, el cabrón dice que lo estaba robando, y como yo venía ebrio no me creen; me acusa de robo y todavía me manda chingar, ¡no mames! Acá tengo que soportar la convivencia con puros ojetes que al principio me pegaban; ya no me viene a ver ninguno de mis amigos; mi mamá todavía tiene dudas de mi comportamiento; no tengo beneficios… y todavía tengo que soportar a estas hijas de sus pinches madres. ¿Por qué, Dios? Yo no he sido tan culero en la vida. Sí me la fumaba, tomaba como bárbaro, pero no es para tanto, de verdad que no.
Prendí la lamparita, alumbré toda mi cobija, centímetro a centímetro y nada. El ataque había sido un éxito. Se dispersaron sin perder un solo elemento. Deben de haber estado practicando su ataque, mejorándolo todo el día, mientras yo perdía el tiempo en cursitos, durmiendo y leyendo a un tal Jorodowsky. Alumbré y alumbré. No encontré nada.
En el diccionario, únicamente dice: “Insecto hemíptero, de color rojo oscuro”. Yo ya las conozco: son rojo con naranja, cuerpo muy aplastado. Aquí están gordas como puercos, de cuatro o cinco milímetros de largo, antenas cortas y cabeza inclinada. Es nocturno, fétido y sumamente incómodo, pues chupa la sangre humana taladrando la piel con picaduras irritantes. Díganmelo a mí, que además de la sangre, me han sacado hasta las lágrimas y uno que otro pedo, pues al estar bien entrado en el sueño al sentir su piquete me despierto espantado.
Volví a asentir dos piquetes, uno en la espalda. Busqué minuciosamente: ahí estaba, era un laico, un cabrón laico del tamaño de una cabeza de cerillo, todo transparente pero con una panzota de barril. Se quedó tieso en cuanto sintió la luz.
Pero, ¿cómo matar a un laico? Éstos no pueden ser aplastados. Se les da muerte por lo regular aplastándolos entre dos uñas. Yo no podía porque con una mano tenía que sostener la lámpara. Al ser aplastados, los laicos suenan como chicle masticado por Karen, la tortillera de la esquina de mi casa de allá afuera. Tuve que pararme al baño, prender la luz y darle muerte al cabrón.
No puede ser… ahora también me atacaban los laicos, habían unido fuerzas. La bronca con los laicos es que tienen camuflaje, y sólo cuando ya están hartos de vivir se quedan en el lugar que pican. Por lo regular, chupan y se retiran; el dolor viene después, cuando ya se han marchado del lugar donde picaron, ahí empieza una comezón del carajo.
No recuerdo a qué hora me venció el cansancio.
Al día siguiente, por la tarde, platicando con el Nacho, me advirtió:
–Llegan por la cortina del tío, por el baño, por la parrilla, por las cajas que se elevan a esta altura. Pero el problema te ha de venir de las cortinas del Padre Amaro.
–¿Tú crees?
–Claro, hay que revisar. ¿De dónde más van a venir si lavamos ahí a diario?
–Tienes razón.
Comenzamos a explorar la cortina de Raúl, el Padre Amaro, y, ¡mocos!, ahí estaba su base, el escondite. La cortina tiene un doblez para que el cordón corra de un extremo a otro. Ahí es donde se esconden. Prendí el encendedor, lo acerqué, y el Nacho me empujó la mano.
–No mames, güey, le vas a quemar su cortina.
–Me vale madres. No sabes lo que estas hijas de sus pinches madres me han hecho.
–Sí, a mí también me pican.
–¿Entonces, güey?
–Espérate, vamos a aplastarlas.
Y con las dos manos comenzó aplastarlas, una tras otra, llevándose de vez en cuando los dedos a la nariz y diciendo: “¡Puta, huelen a madres, huelen a madres…!
Para saber más sobre Israel Ocampo
Raúl Casado, coordinador del taller donde Israel Ocampo produce sus textos, nos cuenta más sobre este autor: “Pronuncio el apodo de Israel Ocampo, Superalvin, e inmediatamente escucho una carcajada y me llega la imagen de un diablo pícaro, cachondo e irreverente, con un bigote a la Gutiérrez Nájera pero con diversos cortes e incisiones en ese complicado cuerpo de pelos. Se suma una expresión burlona y cábula en el rostro, muy simular a la de las máscaras de los fariseos que durante Semana Santa recorren los caminos de Michoacán, saliendo al paso y exigiendo que cooperes para los gastos de la Pasión de Cristo, y a los que inevitablemente terminas apoyando, no llevado por las amenazas de sus varas trenzadas de espinas, sino por su gracia y silente bufonería.
Versión siglo XXI del Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, así es Superalvin, por su ingenio y actitud desenfadada ante la vida. Andador incansable de lo barrios de la ciudad de México antes de la reclusión (y seguramente después de ella, también), artesano, aprendiz del arte pictórico, novel y desaforado escritor que, cada lunes que lo veo, entrega un nuevo texto. Poseedor de una envidiable capacidad para escribir al modo en que habla. Fabulista y fantaseador de tiempo completo. Lector devoto de Bukowski. Aficionado al tatuaje. Lo conocí en septiembre de 2008, cuando participó en el curso “Narrativa del tatuaje”, patrocinado por la Subdirección de Capacitación de la Secretaría de Cultura del D.F.
Vayan, por ahora, saludos para ti, Mefisto chilango, hedonista en el corazón de la miseria”.
El warpig lo recomendo y por aquí andamos. Muy chido el post, espero no sea el último y pues aguante vara mientras a escribir no?
ResponderEliminarjajajaja es muy cagado, ni parece que hubiera sucedido en una carcel.
ResponderEliminarYo también lo escuché con el WAR, está chingón el blog. Este carnal tiene el don de la prosa. Desde aqui se le manda la vibra para aguantar vara allá guardado. También dejo mi blog por si alguien se quiere dar el rol: www.ricardoflores.over-blog.es
ResponderEliminarmi mas grande admiracion. la carcel es una cosa dura, tuve una experiencia cercana con mimama en santa martha y lo mas triste de todo es que era inocente pero la corrupcion que carcome al pais la alcanzo.
ResponderEliminarpor cierto soy ilustradora y e cuanto tenga un poco de tiempo me gustaria coolaborar contigo ilustrando tus textos. que me parecen muy buenos
un saludo desde aragon y dale pa delante!!!
Mi querido Super Alvín te felicito por el texto de las Chinches y los Laícos, podría ser una perfecta metáfora de la lucha contra el crímen emprendida por el borrachales de Calderon, sin embargo creo que describe mejor tu estancia dentro de las rejas y el cómo llegaste ahí. Te encomino a seguir escribiendo y pintando pues tienes gran talento.
ResponderEliminarUn abrazo carnaval
Me llena de impotencia la situación d las cárceles, pero así como el ser humano es ese ser capaz de causar daño y quitar la libertad, vejando a su prójimo, también es capaz de escribir estos textos que rompen la penumbra y nos adentran a la soledad de la reclusión. Mi mas grande admiración y daré difusión a esta obra.
ResponderEliminarGracias
EliminarAlguna vez escuchando al Warpig anoté su recomendación que ya de entrada se me hizo de lo más interesante, y ahora que buena sorpresa encontrarme con cabrones como tu, que escriben pendejadas bien escritas, felicidades por tus textos y fuerza para aguantar el tiempo que te falte ahí dentro.
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarQue tengas suerte, lamentablemente de mierda este construida nuestra sociedad. Pero la justicia prevalecera, de un modo u otro. Y no por la mano del hombre.
ResponderEliminarQue bien warpig que apoyes banda.
Muchas gracias
EliminarSi están chidos Isra, me reí arto :)un novio tenía chinches en su casa y me las pasó,mi mamá las exterminó en chinga pero si huelen a madres wey¡¡¡¡ jajajjajajaj
ResponderEliminarMuchas gracias !!!
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