viernes, 18 de junio de 2010

La cana, con Canerousse* no ilustrado

Dentro de este reclusorio, lo primero que se te ocurre es hacer un libro y contar cómo pasan tantas cosas desagradables para uno cuando llega. Pasa el tiempo y otros pensamientos ocupan la cabeza. No hay tiempo para leer y para escribir, porque tienes que estar atento a que el cantón esté limpio, no falte un traste, y si éste está sucio, te preocupes por lavarlo, no vaya a ser que te den en la madre. Otros días, en lugar de preocuparte por leer o escribir, te preocupas por quién te vio mal, o quién habla de ti para golpearte, y así sacar su ira, puesto que el encierro a eso te lleva, y peor si estás pagando una condena que no es la tuya.

Aquí por lo regular todos somos pagadores*. Pocos son aquéllos que aceptan el delito por el cual se están chingando. El chiste es que por una razón u otra estamos aquí. Es que la cárcel ya nos reclamaba, andábamos mal, nuestro lugar por ahora es éste, ya sea para reflexionar y rehacer el camino o para hundirnos más en la mierda.

Se puede de las dos maneras, una buena y otra mala. Hay tiempo para recuperarte si lo deseas, hay tiempo de sobra. Lo único que el penal te exige es pasar lista: la primera entre 7 y 8 de la mañana, la de la tarde entre 3 y 4, por la noche entre 6 y 8. Dependiendo del turno, debes estar atento y pasarla. Si te cuelgas, valió madre: ya te andan buscando grite y grite tu nombre por todo el reclusorio. Si no tienes para pagar tu multa, ni pedo: pagas con castigo en el diez pueblo* quince días y vuelta si bien te va. Si no, quince días de apando* y un mes de población aguantando.

En fin, con el encierre o la privación de la libertad no hay problema. El verdadero problema radica en la convivencia con los demás internos: no es lo mismo un güey que se robó un pomo de algún centro comercial, a otro cabrón que secuestró a su primo. En el kilómetro* tienes que caminar como buen cabrón; si no, ya te roban o empujan. No falta el comentario de alguno que te dice “yo te mato hasta por un pepino”, y órale cabrón, dile algo… Bajo esta presentación, no creo que a nadie le parezca conveniente. En el dormitorio, el año pasado, un cabrón mató a otro por la disputa de una naranja, y es que no es sólo la naranja, sino cómo va a poder él más que yo. En fin, cualquier comentario mal hecho puede ser razón para que otro libere su ira.

La cárcel puede tomar otro rumbo, el malo, si tu elección es la de drogarte. Fumado* –como aquí se nos dice–, tienes que soportar ser golpeado por cuanto cabrón se le antoje, humillado, no tienes dinero y el dinero que te llega a las manos es poco para lo que lo utilizas, no te rinde, no tienes ni para la lista y desde ahí comienza tu némesis: nadie te respeta, no se te pide opinión para ni madres, se pierde algo y tú eres el culpable, cualquier iracundo se descarga en ti. Pasar por el diez pueblo no es ninguna novedad para un fumado, ya sea que te metiste en un lío para poder conseguir más droga o simplemente fuiste el pagador de alguna persona. En fin, ya pasé por esa etapa y me fue muy mal.

Aquí en la cárcel hay tiempo para todo. Si lo que más te gusta hacer es rascarte los sobacos, lo puedes hacer y practicar hasta convertirte en un gran maestro. También puedes tomar un curso intensivo de ocho horas diarias de cómo tocar las maracas y lograr tu doctorado. Hay cursos que valen la pena, otros no tanto. Si quieres leer, está la biblioteca donde puedes encontrar libros clásicos, otros no tanto, enciclopedias, libros de arte. Si tienes la preparatoria, la Universidad de la Ciudad de México tiene aquí ya tres carreras. Si tu atracción es por el arte de la pintura, también hay un taller de artes plásticas donde puedes aprender a pintar y leer en torno a la historia del arte, entre otras cosas.

Muchas personas se encuentran al candado*, pudiendo regresar a la estancia* hasta que apanden, pues muchas de estas personas tienen tiempo de sobra para integrarse a alguna actividad: el problema es que no queremos o nos da flojera.

Pero cuando tienes el interés de cambiar, de superarte, la misma cárcel te pone barreras. Para empezar, tienes que haberte desocupado de la fajina*, no tener ese tipo de responsabilidad. Una vez que tienes tiempo libre, quieres leer un libro, y vale madre, llegan los comentarios: “Este güey ahora sí quiere leer, no mames, pinche intelectual”. Si tu interés es por hacer ejercicio y te levantas temprano para ir a correr, te dicen: “No mames, güey, si no corriste cuando te agarró la policía, ahora sí quieres correr…”. Y si tu interés es por escribir, peor; te dicen que ya te estás desinflando*: “Mira este güey ya está de puto escribiendo, diciendo todo lo que pasa”.

Todo esto, si lo superas y lo tratas con humor, incluso es divertido. El chiste es no chocar, que los comentarios no te enfurezcan, reírte de ellos y, listo, estás del otro lado. Pero si te ofenden y llegas a enojarte, te derrotan y terminas sin hacer nada, cayendo en su juego.




Lo que nos regala la lectura dentro del penal es libertad. Cuando uno empieza cualquier lectura, se olvida que está uno encerrado. El espacio que da la imaginación nos hace transportarnos a las calles de París si estás leyendo Los misterios de París. A esas playas de California, si leemos un atlas geográfico del Mar de Cortés. En fin, el leer tiene muchas ventajas. La primera y más importante es la libertad: olvidarte del encierro, las horas pasan volando, el enclaustramiento ya no es tan fuerte, te distraes, enriqueces tu vocabulario, lo que te da nuevas posibilidades.

Para poder darte el lujo de leer, ir a la escuela a tomar cursos o rascarte los sobacos, tienes ya que haber pasado por lavar trastes, limpiar el cantón, llenar cubetas de agua para toda la estancia, donde llegas a vivir hasta con 20 compas en dormitorio y 30 en anexo* por celda. Al llegar uno nuevo, te reemplaza en tus labores (esto dura de 2 a 8 meses), pero en ocasiones llegan cabrones y se van, porque salieron absueltos de culpa o porque alcanzaron fianza. Entonces, vuelves a bajar al quehacer que aquí llamamos fajina del cantón. También hay fajina de dormitorio: tienes que hacerlo y trapear tres veces al día durante tres meses. Una vez que ya no tienes fajina, sientes libertad, tienes tiempo para ti. Ahora sí te puedes dar el lujo de leer, o hacer lo que más quieras…



Pequeño Canerousse no ilustrado

• Al candado: prohibición de permanecer en la estancia, a partir de que se pasa la primera lista.

• Anexo: espacio que se convierte en celda, en habitación, cuando los dormitorios principales se saturan insoportablemente; por ejemplo, un comedor puede convertirse en anexo, y allí suelen vivir personajes particularmente conflictivos en un régimen de escaso control.

• Apando: zona de aislamiento y castigo en solitario.

• Cana: cana, canero, Canerousse y todas sus formas derivadas aluden a la cárcel, la cana.

• Desinflado: persona que habla de cosas que deberían quedar dentro de los muros de la cárcel, de acuerdo al código carcelario de ver, oír, callar.

• Diez pueblo: dormitorio de castigo donde se encuentra lo más selecto del personal de la prisión. Si en la cárcel está lo peor de la calle, en el diez pueblo se ubica a lo peor de la prisión.

• Estancia: la celda, la habitación.

• Fajina: trabajo que realiza un prisionero como pago de piso para ganarse su lugar en la estancia, hasta que un recién llegado lo releve.

• Fumado: persona que fuma piedra.

• Kilómetro: andador principal que pasa por todos los dormitorios y en torno al cual se mueve y realiza sus actividades el grueso de la población.

• Pagadores: personas que están pagando por un delito que no cometieron, pero a quien las autoridades, con tal de presentar a alguien, lo hacen pagar con el primer pendejo que se les aparezca, o alguien que les es encargado.

Las chinches y los Laicos

Desperté. Salí del sarcófago que es mi lugar para dormir dentro de la celda y que está situado debajo de uno de los seis camarotes que hay aquí. Tiene una altura de un cuerpo y medio recostado. Puesto que apenas llevo dos años en el Reclusorio Norte, todavía no tengo derecho a un camarote. Tengo que esperar hasta que se vayan libres los que actualmente los ocupan y suban los que les corresponda, es decir, los que llevan más tiempo durmiendo en el piso, y así hasta que sea mi turno: tengo que esperar a que suban a camarote otros ocho más viejos que yo y que ya están durmiendo en el piso, formándose como buenos cabrones.

Me dirigí al mercado, dispuesto a comprar una lamparita con la cual alumbrarme en la oscuridad total de la madrugada, cuando sintiera la picadura de una chinche o un laico. Iba completamente encabronado: la noche anterior no había podido dormir, pues las pinches chinches y laicos se habían encargado de despertarme y quitarme el sueño. Prendí mi encendedor, pero al querer matar a la cuarta bestia, ya no prendió más, porque se le había roto la piedra. Entonces, compré una lamparita plateada cuyo costo era de diez pesos, pero con la regateada me salió en siete.

Ahora sí voy a acabar con ellas, una por una: les he declarado la guerra. Al llegar la noche, tomé dos tazas de café para no dormir, fumé un cigarrillo. El nervio me empezó a correr por las venas. La cafeína estaba surtiendo efecto. Tendí dos cobijas que sirven de colchón, pues en ese espacio o entra un colchón o entro yo. Sobre las cobijas, un plástico donde las chinches y los laicos no se pueden esconder. Enseguida, la cobija con la que me cubro, y listo.

Sólo esperaba que apagaran las luces y la tele, para empezar el combate. Tenía ya listas la lámpara y el encendedor para quemarlas. Había hecho ya las correspondientes pruebas: la lamparita alumbraba como luna llena en carretera desierta.

Todo está preparado. Me meto a mi sarcófago, me pongo los audífonos y escucho gaba-gaba. La música hace que me aísle y no entre en plática con mis compañeros de celda, quienes se encargan cada noche de platicar sus anécdotas de malhechores y discutiendo por quien era más malo o quien se la había llevado más que otro. Entre ellos, mal clasificados, hay un asesino, un secuestrador, otros ladroncillos de menor importancia. Pero aquí todos somos de color beige y no importa quién es más malo o más grande o más rico: a la hora de los chingadazos, todos somos iguales, nadie es menor que otro.

Acaba el programa de la radio, después de media hora de tranquilidad, siento el primer piquete, enciendo la lámpara y dirijo la luz adonde sentí el chingadazo y ¡cámara! Una puta chinche, que al ver la luz trata de huir. La persigo con el haz luminoso. Al ver que no puede huir, que es inútil seguir huyendo, como cuando pasan en las noticias que un ladrón es perseguido y alumbrado desde un helicóptero, así, así sigo a esa pinche chinche roja. Trata de camuflajearse con mi cobija que también es de color rojo sangre. La quiero quemar, pero como soy inexperto en esta guerra no preparé el encendedor, y ahora, o alumbro a esta cabrona, la cual no permitirá que me distraiga, o agarro el encendedor. Opto por matarla con mi dedo índice, con el cual la aplasto con tal fuerza que me lastimo el dedo. Ja, ja, ja, muere hija de tu pinche madre, a güevo –grito–.

–¿Ora qué, cabrón? Cállate. La gente ya está dormida. ¡No mames!

Mi alegría era tanta, que no quise discutir. En otro tiempo, este suceso hubiera podido acabar en tragedia, pero no era el momento. Recién comenzaba la guerra. Había soltado la primera bomba, sabía que sólo era el inicio de mi combate contra las chinches y los laicos. Seguro había otras observando la situación. La luz había alertado hasta a las más pequeñas de todas. Después de retomar mi posición, sentí un piquete en el dedo gordo del pie derecho. Me levanto y me doy un chingadazo con el camarote, chingadazo que me hizo ver luz sin necesidad de prender la lámpara. ¡Ay, me dolía! No estaba acostumbrado a hacer este tipo de movimientos tan repentinos. Debía poner más atención en lo que hacía, debía practicar.



Revisé el terreno, ese terreno rojo sangre y, ¡órale!, ahí estaba. No estaba sola, sino acompañada por otra más grande y de color naranja con rojo: era la teniente acompañada de un cabo, la más grande detrás. Se habían venido a presentar, me querían ver de cerca. No las aplaste instantáneamente, las veía, y ellas a mí. A cinco centímetros de distancia las tenía. No se movían ni yo tampoco. Me estaban tratando de explicar algo como de llegar a un acuerdo, pero yo no supe como dialogar con ellas. La primera bomba había sido soltada y ellas respondieron con otra.

La guerra podía ser parada, pero como yo no me iba a aventar de reversa. Seguían allí. Estuvimos largo tiempo observándonos sin podernos comunicar ni llegar a un acuerdo. Ahí estaba yo con mi lámpara en la mano. Quisieron emprender la retirada. Pero, cómo, ¿se van? ¡No!, ni madres, mi encendedor, puta madre, lo había vuelto a olvidar, chingao, las aplasté. Primero a la más grande. Soltó tal cantidad de sangre, que se podía ver claramente en mi cobija color sangre. La otra, al ver esto, se quedó quieta, entró en shock, observaba el cuerpo de su superiora, permaneció petrificada como medio minuto, después volteo y se me quedó viendo con tal cara de horror y odio que del color rojo pasaba al naranja, y así sucesivamente. De pronto, comenzó a correr a gran velocidad alrededor de la chinche muerta, hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro, estaba desorientada. Para terminar con su agonía y satisfacer mi odio hacia todas ellas, la aplasté.

Recordé que muchos de mis compañeros las aplastan con el dedo y después las huelen. Dicen que huelen a madres: por qué las huelen entonces… Es como cuando se mete uno la mano dentro del pantalón y después se lleva los dedos a la nariz. Me parece algo similar, nada más que en ese caso son nuestros propios olores, pero en la chinche es sangre de Chan y Chano, así que mejor no lo hice, me dio asco.

Juan, que despide un olor a pasuco (patas-sudor-cola), porque se baña una vez por semana, duerme debajo del camarote que está enfrente de mí. Se despertó con la luz de la lámpara.

–¿Todo bien, mi pulpo?

–Todo bien. Aquí, arreglando un pedo con unas chinches, nada grave. Tú sigue durmiendo.

–Está bien mi pulmex, hasta mañana.

Este cabrón no es de peligro, y las chinches no le preocupan. Es más, esas cabronas, estoy seguro de que lo conocen muy bien y no les apetece su sangre. Por eso vienen a mi lugar, se quieren alimentar.

Pasaron diez minutos y nada. Comenzaba a extrañarlas. Me dije: ¿habrán sido todas? A lo mejor eran las únicas. Error: sentí un piquete en la espalda, otro en la pierna y uno más en la nalga izquierda. Hijas de su pinche madre, están atacando en tres partes a la vez. Ahora sí, con encendedor en la mano, me encargué primero de la que picó en la espalda. Una vez quemada, dirigí la luz a la altura de la cintura. Iba una y su camino estaba señalado por ocho ronchas. Estaba muy encabronado con ésta y quería hacerla sufrir, pero ¿cómo? Tuve que aplastarla. ¡Chale! Me dije: cómo no tengo más manos. Me dicen “pulpo”, por los tatuajes que traigo, pero no por mi habilidad con las manos. En fin, seguí a la tercera y acabé quemándola.

Me acomodé en el sarcófago. Estaba un poco agitado, pues sabía que no era todo, que vendrían más, y las aguardaba con gran ansia. Se me antojó un cigarro. Lo prendí mientras buscaba mis audífonos y no los encontraba pues, en el irigote de moverme y acomodarme, los extravíe. Prendí la lámpara y los vi ahí, aguardando a ser útiles. Puse música mientras disfrutaba el cigarro.

Estaba escuchando una rolita, y el sueño ya empezaba a rondarme. Miré el reloj y eran las 5 AM. No mames, no puede ser, no he dormido ni madres y mañana voy a la Universidad, tengo que descansar…

… a la goma la Universidad. Tengo que acabar esta guerra que inicié. Si dejo vivir a estas hijas de sus pinches madres, mañana volveré a estar como los otros días, durmiendo a medias. Pero no volvieron a atacar esa noche. Desperté a las 9:30, porque me movieron para lavar el cantón. Si no, me hubiera seguido. Realicé mis actividades de costumbre.

***



La noche siguiente, tenía todo preparado, había hecho ya las pruebas correspondientes. Únicamente tenía que esperar a que se apagarán las luces y a que llegara el primer ataque. Al meterme al sarcófago y acomodarme, les envíe unas luces como para avisarles que estaba listo, que podían empezar a la hora que quisieran. Ya no tomé café, porque no me dejaba coordinar bien mis movimientos, estaba agarrando callo. Prendí mi aparatito, busqué 105.7, logré sintonizarla después de varios intentos, acomodé el encendedor al lado de la superlámpara y, listo, esperé y esperé. No se dignaban a aparecer.

Pero de repente sentí un piquete a la altura de la axila. Rápidamente me quité la playera y la alumbré: nada. ¿Ahora qué? No hice mucho movimiento, algunos de mis vecinos seguían despiertos, y tener chinches o laicos es muy mal visto. Aquí, los portadores somos rechazados, humillados y tachados de sucios, aunque no sea mi caso, porque me baño diario y lavo mis cobijas cada mes aproximadamente.

Estaba escuchando una rola de los Rolling Stones, cuando sentí un piquete que me ardió y dije: ¡Puta!, ésta no es una chinche. Dirigí la luz hacia la zona del piquete y, después de alumbrar por todo el territorio, la vi. Ahí estaba, emprendió una veloz fuga, parecía tener mil pies, iba en chinga. Prendí el encendedor y la calciné. Desprendió un pinche olor horrible, horrible es poco. Esta cabrona no sé de quién traía sangre, pero el olor era mortal, insoportable. Me hizo recordar cuando mi padre, que fumaba y tomaba mucho, se llevaba el dedo gordo de la mano a la boca, lo ensalivaba y me limpiaba la cara; cuando él daba la vuelta, yo corría a lavarme la cara, pero el olor de su saliva permanecía en mi rostro; recién se disipaba si me ponía pasta de dientes como mascarilla. Pues así era este olor de penetrante. Por eso, decidí no volver a quemarlas; prefería mojarme el dedo con su sangre. Su futuro sería morir aplastadas.

Dormí un poco. Me despertó un gran ataque. Tenía comezón en todo el cuerpo: las rodillas, los dedos de los pies, los testículos.




Grité: “¡Qué poca madre!”. Ya bastante tengo con esta condena, y ni siquiera fui yo quien robó a ese puto que me madreó: nos aventamos un tiro en el metro Guerrero, me deja inconsciente, la gente lo agarra, el cabrón dice que lo estaba robando, y como yo venía ebrio no me creen; me acusa de robo y todavía me manda chingar, ¡no mames! Acá tengo que soportar la convivencia con puros ojetes que al principio me pegaban; ya no me viene a ver ninguno de mis amigos; mi mamá todavía tiene dudas de mi comportamiento; no tengo beneficios… y todavía tengo que soportar a estas hijas de sus pinches madres. ¿Por qué, Dios? Yo no he sido tan culero en la vida. Sí me la fumaba, tomaba como bárbaro, pero no es para tanto, de verdad que no.

Prendí la lamparita, alumbré toda mi cobija, centímetro a centímetro y nada. El ataque había sido un éxito. Se dispersaron sin perder un solo elemento. Deben de haber estado practicando su ataque, mejorándolo todo el día, mientras yo perdía el tiempo en cursitos, durmiendo y leyendo a un tal Jorodowsky. Alumbré y alumbré. No encontré nada.

En el diccionario, únicamente dice: “Insecto hemíptero, de color rojo oscuro”. Yo ya las conozco: son rojo con naranja, cuerpo muy aplastado. Aquí están gordas como puercos, de cuatro o cinco milímetros de largo, antenas cortas y cabeza inclinada. Es nocturno, fétido y sumamente incómodo, pues chupa la sangre humana taladrando la piel con picaduras irritantes. Díganmelo a mí, que además de la sangre, me han sacado hasta las lágrimas y uno que otro pedo, pues al estar bien entrado en el sueño al sentir su piquete me despierto espantado.

Volví a asentir dos piquetes, uno en la espalda. Busqué minuciosamente: ahí estaba, era un laico, un cabrón laico del tamaño de una cabeza de cerillo, todo transparente pero con una panzota de barril. Se quedó tieso en cuanto sintió la luz.

Pero, ¿cómo matar a un laico? Éstos no pueden ser aplastados. Se les da muerte por lo regular aplastándolos entre dos uñas. Yo no podía porque con una mano tenía que sostener la lámpara. Al ser aplastados, los laicos suenan como chicle masticado por Karen, la tortillera de la esquina de mi casa de allá afuera. Tuve que pararme al baño, prender la luz y darle muerte al cabrón.

No puede ser… ahora también me atacaban los laicos, habían unido fuerzas. La bronca con los laicos es que tienen camuflaje, y sólo cuando ya están hartos de vivir se quedan en el lugar que pican. Por lo regular, chupan y se retiran; el dolor viene después, cuando ya se han marchado del lugar donde picaron, ahí empieza una comezón del carajo.

No recuerdo a qué hora me venció el cansancio.

Al día siguiente, por la tarde, platicando con el Nacho, me advirtió:

–Llegan por la cortina del tío, por el baño, por la parrilla, por las cajas que se elevan a esta altura. Pero el problema te ha de venir de las cortinas del Padre Amaro.

–¿Tú crees?

–Claro, hay que revisar. ¿De dónde más van a venir si lavamos ahí a diario?

–Tienes razón.

Comenzamos a explorar la cortina de Raúl, el Padre Amaro, y, ¡mocos!, ahí estaba su base, el escondite. La cortina tiene un doblez para que el cordón corra de un extremo a otro. Ahí es donde se esconden. Prendí el encendedor, lo acerqué, y el Nacho me empujó la mano.

–No mames, güey, le vas a quemar su cortina.

–Me vale madres. No sabes lo que estas hijas de sus pinches madres me han hecho.

–Sí, a mí también me pican.

–¿Entonces, güey?

–Espérate, vamos a aplastarlas.

Y con las dos manos comenzó aplastarlas, una tras otra, llevándose de vez en cuando los dedos a la nariz y diciendo: “¡Puta, huelen a madres, huelen a madres…!



Para saber más sobre Israel Ocampo

Raúl Casado, coordinador del taller donde Israel Ocampo produce sus textos, nos cuenta más sobre este autor: “Pronuncio el apodo de Israel Ocampo, Superalvin, e inmediatamente escucho una carcajada y me llega la imagen de un diablo pícaro, cachondo e irreverente, con un bigote a la Gutiérrez Nájera pero con diversos cortes e incisiones en ese complicado cuerpo de pelos. Se suma una expresión burlona y cábula en el rostro, muy simular a la de las máscaras de los fariseos que durante Semana Santa recorren los caminos de Michoacán, saliendo al paso y exigiendo que cooperes para los gastos de la Pasión de Cristo, y a los que inevitablemente terminas apoyando, no llevado por las amenazas de sus varas trenzadas de espinas, sino por su gracia y silente bufonería.

Versión siglo XXI del Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, así es Superalvin, por su ingenio y actitud desenfadada ante la vida. Andador incansable de lo barrios de la ciudad de México antes de la reclusión (y seguramente después de ella, también), artesano, aprendiz del arte pictórico, novel y desaforado escritor que, cada lunes que lo veo, entrega un nuevo texto. Poseedor de una envidiable capacidad para escribir al modo en que habla. Fabulista y fantaseador de tiempo completo. Lector devoto de Bukowski. Aficionado al tatuaje. Lo conocí en septiembre de 2008, cuando participó en el curso “Narrativa del tatuaje”, patrocinado por la Subdirección de Capacitación de la Secretaría de Cultura del D.F.

Vayan, por ahora, saludos para ti, Mefisto chilango, hedonista en el corazón de la miseria”.